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Por Oscar aleuy , 13 de julio de 2024 | 21:34

Murta, Guadal, Cochrane. Y un gualatero: Emiliano Henríquez

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Casa de campo en Bahía Murta. Fotografía del archivo personal de Luis Bartolomé Marcos.
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Nada había en esos tiempos tan distintos de Aysén. Se vivía con miedo, como si algo malo fuera a suceder. La vida en tres localidades se grafica aquí como un memorial desde la historia (Óscar Aleuy)

En Aysén, Murta y Guadal están anudados. Permanecen engarfiados como si fueran dedos afanosos que viven, respiran, crecen, se enlazan y galopan junto al paso de la nube de polvo de las tropas tolvaneras. Me estremecen ambos, como si fueran parecidos.

Murta era un emplazamiento de colonos instalados en la confluencia de tres ríos. Había una lengua de tierra que se detuvo a descansar y abandonó el avance para que fluyan las aguas por sus cañadones. El pionero echó raíces y abrió los bosques, cercó sus posesiones, levantó sus casas y enterró a sus muertos. Como la mayoría de nuestros pueblos de este rarísimo territorio del siglo XX, el descubridor entró hacia la tierra y tomó posesión de ella sin pedir permiso, abrió el bosque y se instaló hasta que llegó una ordenanza que le entregaba el plano de su propiedad para que firme la escritura.

En un principio Murta se especifica como punto vital de intercomunicación de cauces entre lomas altas y serranías. El habitante primitivo orilla el lago y busca salidas hacia otros puntos cercanos. En el intertanto logran aparecer, como rebasando, las gentes de otros puntos, hacia su propia finalidad estancial que es un quedarse ahí para recuperarse en el trance del viaje y la odisea.

Desde 1958, ya con su capilla, centro principal de convergencia grupal, Murta sube al podio de las comunidades con alma y alabanzas. Es en la capilla donde se reciben las primeras romerías intervillas, aquellas de las procesiones y los cánticos fervorosos. A ellas se unen los clubes deportivos con una veintena de jóvenes y una cancha de fútbol frente a la iglesia, lo que provoca el encuentro entre la divinidad del espíritu y la pasión de la cultura física, merodeada ésta última por las constantes visitas de gentes de Sánchez, Guadal y El Tranquilo. 

Dicen que habrá escuela pronto, que llegará una posta del servicio nacional y se instalará un embarcadero de madera, un restaurante, una pensión y también una pulpería. ¡Qué organización! ¡Con qué pasión acuden las juventudes laborantes a la más concurrida fuente de trabajo, el aserradero! Pero no es la única, porque también viene gente por las orillas del lago hasta la faena minera de Sánchez y la ganadería ovina de los cañadones. 

Muchas mujeres ya están laborando en la confección de tejidos a telar que venden a los vivientes aledaños. Todo en el más completo aislamiento, sin pertenecer a nada más que a ellos, sin siquiera pensar en ir a algún lado, en viajar a alguna parte, en salir hacia otros confines. El abandono es directamente proporcional a la vastedad. La soledad y el vacío lo es a la inconfundible lejanía. Hay en Murta y Guadal toda una sinfonía chilota de mingas, trillas, esquiladuras y medanes. Parten desde ahí las formas de la virtud pueblerina: la argentinidad de una carrera cuadrera, el adiestramiento, la doma, el truco y el mus a campo abierto sobre la hierba. 

Colono José Parada y su familia, Lago Cochrane, Aysén (Foto Biblioteca Nacional)

En 1961 el caudal del Murta cambió de curso y se vino una inundación feroz e inesperada. Por ese motivo se trató de cambiar el pueblo de lugar ya que el aserradero no funcionaba por falta de caminos y se amontonaron los productos en el lugar provocando decepción y estancamiento. 

Son los que llegaron después de los primeros los que ejecutarán el cambio hacia la otra ribera. Unos se van ahí, otros optan por nuevos rumbos. Se desintegra el pueblo inicial y la Nueva Murta se protege y reorganiza con su comercio de subsistencia, su lana, alimentos y artesanía en cueros de coipos y zorros, liebres y cerdos. Se suma su constante producción ovina y bovina y sus frazadas y mantas artesanales, además de alimentos producidos ahí mismo, papas, trigo, avena, frutos y quesos. 

¿Y Guadal, el pueblo puerto?

Guadal seguirá siendo una ensenada de lago que finalmente queda rodeada de cerros protectores. Hay almacenes y bodegas en las calles. En los cincuenta, se dividió en manzanas de 100 por 100 y en sitios de 50 por 25. Hay embarcadero, muelle y plaza artificial. Ya en 1918 respiró una parte de Guadal con dos casas visibles y unas siete personas que aumentaron al doble en 1930, con cuatro familias en el área: los Soto, los Mansilla, los Avilés y los Verdugo. En 1970 ya había en Guadal unas 120 familias y cerca de 600 personas, funcionaban ya un Registro Civil y un Retén de Carabineros en El Desagüe. Bastaba con aquello para iniciarse. Nació la Escuela 2 con un director y dos profesores, seis cursos de primero a sexto, con 190 estudiantes, la mayoría de los cuales eran parientes, constatando 94 primos hermanos y poco interés de los padres por enviarlos ahí especialmente en los meses de esquilas y ganado cuando muchos desertaban.

En los años setenta Guadal contaba con Posta y practicante, el mismo Registro Civil del 63, una oficina de Correos en casa de un vecino, con correspondencia y carga que demoraban 40 días en llegar. Había ahí unos 150 habitantes, con un promedio de cinco hijos por familia, dos barcos activos de carga, el Carrera y el Aysén, sin horario ni comodidades, con tres viajes al mes y vuelta entonces al interminable aislamiento y desdén, al abandono consuetudinario, Murta y Guadal, gota a gota, viento a viento, distancia y dejadez.

Pueblo de Bahía Murta en Aysén, lo que fue y lo  que es, juntos en el mismo sitio. (Foto Turismo Río Ibáñez)

Emiliano Henríquez de Gorbea

Me encontré con él en esa cocina. ¡Qué cálido lugar! Era de Gorbea Emiliano Henríquez y su voz y su mirada me daban a entender que no le había quedado tiempo para ponerse a pensar si se venía o no se venía. Simplemente se largó hacia el sur, rumbo a la Argentina, resonándole aún en sus jóvenes oídos el argumento de que esto era lindo ché. Y cruzando la cordillera entre fríos intensos y peripecias, llegó montado a caballo hasta Balmaceda, pasando para el valle del Simpson y también el del Coyhaique, donde pudo conocer el ambiente, empaparse hasta la médula del viento helado, el alto pastizal tupido, la animalada bagual que corría sin control por entre los quilantos, las ciénagas y las aguadas. 

Emiliano llegó de Gorbea en 1912 y a Baquedano se fue en 1933, para gualatear a las órdenes del finao Manuel Reyes cerca del campo de Foitzick, por temporada corrida hasta el año siguiente, cuando le dijeron que en el Ibáñez se estaban dando melones y los tomates grandes como pomelos. Bah, se dijo, yo pensaba que había llegado a los verdaderos hielos y me encuentro con calores. Voy a ir. Y no sólo se quedó un tiempo corto en el Ibáñez sino que alcanzó a llegar incluso hasta los pedregullos de Chile Chico con el celeste turquesa de las aguas más lindas del sur. El trabajo más importante fue el de gualatero donde Cardenio Reyes que tenía a su cargo algunas quintas productivas en la recta Foitzick, donde vivía y trabajaba don Juan con toda esa prole, la casa alta de pura tejuela, bien firme y aguantadora, que pasaba la mayor parte del tiempo llena de gente, visitantes, paisanos a los que el patriarca Juan trataba de ayudar y que vivían allí pagando su vida con obligaciones.

Emiliano me dijo con ojos muy abiertos, que le había llamado la atención la tremenda bondad y desprendimiento de este Foitzick al que él consideraba sabio, pero como había tanto que hacer no se detuvo para comentarlo. Meses después el peón gualatero enmendó rumbos para la costa del lago Buenos Aires, donde lo esperaba una vida circunstancial y productiva en la ciudad de Chile Chico, llena de tonos azules que se unían a los bellos reflejos de unas aguas sorprendentes. En estos lugares más que a la horticultura, prefirió dedicarle horas y días completos a las faenas del ganado simple, las ovejas. Fue pastor y ovejero, aprendió a manejar los caballos, a dominar los rebaños, a darles órdenes precisas a los perros. Más tarde salió temprano a las aguadas con una cuadrilla de cinco hombres para la caza de chulengos y avestruces, acompañado de sus galgos y sus bolas. Era campeón para la caza de avestruces y poseía una habilidad especial para manejar con destreza las choiqueras de bola chica, las tres Marías de la caza. 

Años más tarde, estando en la estancia Las Vegas tuvo la oportunidad de descubrir un grupo de avestruces que pastaban en las aguadas chicas junto a un grupo de guanacos y un chulengo. En esos días se jugaba a tabas y bochas. Las tardes de bocha y carambola eran comunes, con apuestas. A la taba también. Y al truco madrugador con grapa y buen tabaco caporal. Se dejó llevar por el entusiasmo de las estancias y los trabajos, rumbo al sur, hasta llegar a Río Gallegos y quedarse para el armado de cuarteles cerca de Cochrane, donde le tocó ir a Villa O’Higgins y afincarse en forma definitiva especialmente a su llegada al río Mayer, donde hizo un esfuerzo y ocupó un capitalito para hacerse de sus primeras haciendas en medierías junto a su gente de confianza. Así estando, no se dio cuenta cuando era dueño de un campo y después de unas tierras fértiles, contento de haber llegado por fin a las selvas y de manejarse en la crianza con el bosque metido en los corralones. 

Juan Verdugo, en Puerto Guadal, tal vez no tenga mucho que ver con nuestro Emiliano, aunque se parecen. Vivieron los mismos momentos se manejaron en los mismos espacios, llegaron al mismo punto (Foto Municipalidad Chile Chico, Aysén)

Llegó solo, se sintió solo y murió solo, como guanaco macho. Se abstuvo de pensar en los placeres de familias, grupos, descendencia. Cuarenta años pasaron cuando Emiliano Henríquez regresó a Coyhaique, y se dedicó a buscar ansiosamente esos primeros comercios que ya no estaban, la pulpería el Centenario, la botica de doña Amalia y la casa de la subdelegación. Pensaba que todavía se conservaban tal cual los dejó el año 33, pero ya no estaban. Preguntó por doña Orfelina Villamil, de la Residencial La Pastora de la calle Prat, que últimamente había visto en Cochrane. Todos sus amigos estaban muertos. 

Cuando pasa muy rápido el tiempo para los lobos de la estepa, hay cosas que se van, se fueron y ya no vuelven, cosas por las cuales ellos se preguntan, creyendo todavía en que están ahí tal como las dejaron cuando salieron jóvenes a buscar mundos. Así deberían responderse las dudas y preguntas que sobre Emiliano Henríquez aparecen cuando uno trata de explicarse qué fue a hacer a un lugar tan inhóspito y poco amigable como era en esos tiempos Mayer y O’Higgins. Sólo él, en el más recóndito lugar de su memoria, puede haber escondido para siempre el motivo que le movió a hacerlo.

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