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Por Oscar aleuy , 14 de octubre de 2023 | 10:39

En el fin del mundo: noticias a caballo en diarios de carne y hueso

  Atención: esta noticia fue publicada hace más de un año
GERMÁN MEDINA nos contó con pelos y señales cómo se conocían antes las noticias en Aysén.. (Foto Camilo Henríquez de Coyhaique)
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Los famosos chasquis de antes repartían cartas, noticias y chascarros cuando Aysén era eterno en distancias y carencias. Pero se lograba el objetivo. Crónica de Óscar Aleuy.

Uno de los capítulos más sorprendentes que me ha tocado escuchar en mi trabajo de rescate, viene de Germán Medina, allá en el brutal paisaje de Lago Paloma. 

Todo es tan misterioso y tan lejano… me ha dicho este Germán campero que, sin dejar de pitear, sorbe una bombilla metálica. 

El mismo invierno de 1918 nevó tanto, que no se podía salir de las casas. La nieve había atascado las puertas y ensombrecido las ventanas. Hombre, que me cae bien usted ―me recalca― y apenas me despida hoy, voy a ir a escribir su nombre en el cuaderno de las visitas ilustres.

En todo el mundo, los carteros usaron diferentes métodos para el reparto de la correspondencia. Aysén no fue la excepción (Foto archivo digital Grupo NLDA)

La voz de su relato se parece mucho a las últimas horas de un condenado a muerte. Debe ser porque Aysén es una isla, y la gente está sola y aislada, lejos, como la lejanía que se palpa en una rayita en el horizonte. Acaso esto sea así por la simpleza de la vida. En mi mente perturbada, no se me ocurre pensar otra cosa.

Los chasquis con las cinchas apretadas

Los chasquis galopan todo el santo día (no ellos propiamente sino sus caballos). Hay que entregar unas doscientas cartas y telegramas y hacer de correos vivientes, llevando y trayendo cartas y mensajes, algo que no siempre ha sido simple de entender. Si no, pregúntenme por la Victoria Travotic, la dama sola que leía nombres a viva voz, antes de que el lugar sea llamado casa bruja. Usted se acordará, sin duda.

Me detuve de pronto en esa idea, dicha con apuro y displicencia. Quise quedarme ahí mismo con el tiempo detenido, para entenderlo. ¿Chasquis a caballo? ―le pregunté a mi entrevistado.

―Chasquis. Así les decían. No ve que se levantaban temprano, si es que dormían, y seguían dándole, cuando todavía les quedaba por andar como 200 kilómetros.

―¿Y cómo puede aguantar tanto un caballo? Llegaban reventados.

―No me diga nada, algunos se reventaban antes de llegar al punto de posta. Entonces el hombre tenía que caminar, con una bolsa en cada brazo, colgada. Algunos hasta con su guitarra más atrás en la cintura. Parecían trovadores.

― Pero ¿no estaban ahí para llevar la correspondencia?

―Sí, pero la vida no es tan lógica pues. Ellos tenían que distraerse, allegarse a la gente, alegrarlas, integrarse a los grupos. Así que se inventaban sus momentos, cuando estaban con la gente y se mesturaban ahí al ritmo de los tragullos y las empanaditas.

―No creo que hayan estado en tan buenas condiciones, el cansancio del viaje, los licoreos y las fogatas.

―Es que eso era lo más bueno pues. No ve que lo ayudaba a relajarse. Bueno pero ahí empezaba otra historia. Es que estos posteros, eran correos a caballo, llegado el momento sacaban su guitarra, envalentonados por el trago. Y empezaban a armar un canturreíto pero ya después cambiaban.

―¿Cambiaban a qué?

―Se transformaban en contadores de historias, de mentiras, de chascarros de la huella.

La máquina tipográfica que reemplazaría las postas de los chasquis a caballo. Marchant compró la primera en Pto.Montt para usarla en Pto.Aysén. (Foto Archivos digitales Grupo LQLLP)

Los escenarios donde pasaban a quedarse

No puedo entender todavía, cómo estos hombres que recorrían kilómetros a caballo, venían a quedarse en un escenario donde se participaba con aplausos, risotadas, respuestas gruñidas, preguntas intrigantes y, sobre todo, noticias de lugares donde había pasado con su caballo.

Eran contadores de noticias. Acumuladores de sucesos ocurridos en los campos muy lejanos, y se hacían acompañar por una guitarra, con un acento mezcla de gaucho campero y cantor pueblero. Gracias a ellos los paisanos conocían las cosas que pasaban por ahí cerca y por el mundo. Se reunían cerca de ellos como en un ritual redondo y oscuro alrededor de las ruedas del fogón para contarse las últimas novedades. 

Y este contador, relator de sucesos, era premiado con vino, comida y caporal porque entretenía relatando a pausa y con arpegios de bordona los sucesos más recientes. Él era la radio ahí. Una radio que todos sintonizaban, era el locutor más cautivante, el cronista más leído, el infatigable escribidor de historias y contingencias, el diario humano alrededor de una fogata, con oídos atentos para reflejar exactamente ese minuto exacto en que alguien llegaba como enviado divino. Para que nadie se atreviera a echarnos a perder los cuentos. 

Medina agita sus manos y se posesiona de su relato. Cuando me deja solo para ir a las casitas, pienso que Chile tenía mucho que contarle al mundo y a la historia. Se dejaba venir una guerra mundial en 1914 y una depresión económica en 1929. Los nombres de Sanfuentes, Alessandri, Figueroa, Ibáñez del Campo y Aguirre Cerda cruzaban regulados por el aire de los sucesos. Como un contrapunto, se desencadenó la colonización por los confines del mundo. El aislamiento campeaba por los escenarios de 1920 y eso equivale hoy a unas ocho horas a caballo por trayectos sin obstáculos. 

En 1920 muchos lograron sobrevivir. Se arrastraba por entonces esa especie de hambre de información, una necesidad imperiosa de saber dónde se mataban los chanchos y corderos para regar la fiesta con bailantas y por nada del mundo perderse su tajada de felicidad. Se buscaba imperiosamente la respuesta sobre quién había muerto, cómo y por qué. Y dónde era el sepulte y la bailante para despedirlo.

Para qué hablar de incendios, casorios y nacimientos, robos, confrontaciones familiares, carreras de caballos, partidas de truco. Todo lo contaba aquel mensajero revelador. Porque todo lo sabía.

La historia de Agapito Flores

Todo este somormujo me lleva hasta uno de esos caminantes. Se llama Agapito Flores, un peón trashumante que ha hecho su entrada al Áysen en 1921. Provisto de un caballo, un par de burros y un perro viejo, salió una mañana de sol desde Las Heras, avanzó por la única calle del poblado y se despidió con chiflidos. En las alforjas llevaba chiguas que colgaban de sus mulos, y donde cabían trozos de charqui, mucha yerba mate, tortas fritas preparadas por su vecina y agua fresca en latas tapadas con paños negros. Avanzó a tranco lento hablando con las bestias y silbándole a su perro que parecía siempre sonreírle. Pasó a quedarse en las taperas, entró a tomar mate donde le invitaban y durmió a campo abierto, siempre al amparo de ñires o lengales. Pero lo que más hizo fue conversar con los dueños de casa, algunos de los cuales al llegar le soltaban la consabida frase de Chocair: ¡Tardes don…desmonte y desensille! 

Más allá de las piedras, le aplaudieron sus breves comentarios sobre la dicha de vivir frente al océano en Comodoro Rivadavia, y desde los más altos aires supieron sobre muertes terribles, nevadas y temporales con bríos supremos que dejaron muchos muertos, animales perdidos, violaciones y robos, naufragios de botes, desbarranques, acuchillamientos…sucesos que sólo pueden hoy alcanzar aquellos altos vuelos con pajarillos que sobrevuelan la memoria colectiva. 

García Márquez lo supo expresar con las palabras precisas: la vida no es la que uno vivió sino la que uno recuerda, y cómo la recuerda para contarla. Pero Agapito no era viejo para recordar. Porque contaba lo que estaban sucediendo o habían ocurrido recién. Era un reportero de la vida y se había convertido en uno de ellos, alguien que no usaba máquinas Burroughs como los ingleses. 

La primera tipográfica

Años más tarde, por el vapor de las dos llegó al muelle de la Compañía la primera tipográfica. Marchant, había conseguido en Loncoche una imprenta completa y a la hora siguiente telegrafió a su amigo Lidio González para que fuera a encontrarlo al muelle y firmara el contrato que lo dejó a cargo del primer periódico del territorio. Fue famoso este señor Lidio y su labor periodística. Las linotipias eran de la empresa El Llanquihue de Puerto Montt y venían en muy malas condiciones, pero echaron a andar un taller ubicado dentro de una casona de tejuelas donde se respiraba el aroma de las tintas y metales de hace un siglo. 

Se les vio juntarse en el vapor, descender al muelle y bromear con algunos conocidos. Cuando estuvieron instaladas las descomunales maquinarias en una pieza grande que estaba al fondo de los galpones, había cajuelas de tipos, metales de plomo para formar los moldes, roneos tamaño 20, tampones para las pruebas y un pico metálico con aceite para suavizar ruedas y engranajes. Ellos abrieron por primera vez en 1931 la puerta de las primeras noticias por escrito. 

Entre la breve incursión de Agapito Flores como el primer reportero espontáneo (el diario de carne y hueso), hasta la llegada de la primera linotipia de González (el periódico de papel), podrá existir un abismo. Pero para entenderlo, hay que imaginarse que Aysén, en horas tempranas, era algo que había que apuntalar con el dedo para conocerlo y que la música de fondo que se escuchaba en medio de la consternación, eran meras palabras como latigazos de ciertos hablantes que se movieron por la tierra llenos de historias para esparcirlas junto al vuelo cristalino de los fundadores.

OBRAS DE ÓSCAR ALEUY

Óscar Aleuy, escritor coyhaiquino

La producción del escritor cronista Oscar Aleuy se compone de 19 libros: “Crónicas de los que llegaron Primero” ; “Crónicas de nosotros, los de Antes” ; “Cisnes, memorias de la historia” (Historia de Aysén); “Morir en Patagonia” (Selección de 17 cuentos patagones) ; “Memorial de la Patagonia ”(Historia de Aysén) ; “Amengual”, “El beso del gigante”, “Los manuscritos de Bikfaya”, “Peter, cuando el rock vino a quedarse” (Novelas); Cartas del buen amor (Epistolario); Las huellas que nos alcanzan (Memorial en primera persona). 

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